domingo, 7 de septiembre de 2014

EL CIEGO, EL BORRACHO Y EL LADRÓN.

                             A la memoria de Gibran Jalil Gibran.
             
Ramón Urdaneta - París 1951
             Amigos invisibles. En este tiempo azaroso de vacaciones largas  y por pedido de algunos siempre lectores de este blog e interesados en conocer algo de mi narrativa no histórica, ahora los voy a complacer con un relato que escribiera en Bagdag dos años antes del derrocamiento de Sadam Hussein y cuando asistiera al Merbid (Congreso de Escritores del mundo islámico, 2-992), por invitación especial de su presidente  Muhsim  Al Mussawi, actual catedrático en  lenguas orientales de la Universidad de Columbia. Así los dejo complacidos y espero que  se entretengan por aquel mundo extraño al que visitara en varias ocasiones.
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Cierta vez hubo en Basora  un ciego, un borracho y un ladrón que caminaban por la ciudad sin rumbo cierto. En la distancia veían volar  las mariposas cual pájaros pintados, nunca se quejaron del tiempo y menos de las crecidas  de las aguas, y sostenían un raro  gusto por los dátiles pasos, con tal frenesí que el ciego como en mil y una noches anteriores ordenó al lazarillo bizco que tuvo a su servicio, le mantuviera una provisión de los mejores arrancados  por su destreza, de aquellos árboles centenarios.
            El borracho de su parte solo aspiraba fermentar los frutos datileros  en viejas vasijas estañadas de cobre, para así obtener una bebida  vital como el arak, que elevándole al seso, la gesticulación y la risa alborotada le mantendría sin traumas  en el nirvana utópico, el tantra dialogante y el frenesí de la existencia, antes de introducirse  en otro trance de aquel sueño mórbido o burlón, propio de los beodos parlanchines.
            Y por último, el más temible de todos, ciego de esperanzas concretas, sin destellos de luz por los escrúpulos y borracho al cabo  de sus aspiraciones truncas, sólo aspiraba recoger  hasta el último dátil caído de las palmeras secas, y con una mente frecuentada  en el martillar de las tablas  de ábacos, logaritmos y la ambición desmedida, no hacía sino soñar  entre placeres  discordantes o con embarcaciones de su propiedad que bajaran pausadamente las aguas del estuario cuajado de peces saltarines de colores, como lo viera el intrépido Simbad, para llevar a destinos lejanos las cargas de frutos en sazón y de mieles apiarias escondidas.
            Pero sucedió que estos tres camaradas de encendidos turbantes majestuosos, alfanjes vírgenes sin filo, y de capas raídas por la superstición, cultivaron una amistad tan estrecha, que si no es por la infancia miserable  en que vivieron se pudiera decir habían nacido cerca de las barbas del Profeta. Uno, el ciego, era natural de Anatolia, por Capadocia, citadino de pueblo pequeño y cuevas de vivienda que le formaron el carácter, cargada aquella humanidad de infiernos pestíferos y contradicciones  efervescentes, aunque de joven macilento y debido al hambre perpetua que pasara entre los escarpados desiertos y matorrales peligrosos, con tierra arrasada de por medio y la tradición anecdótica  de los Reyes Magos decidió buscar el manantial auténtico y venirse tras una caravana inconclusa rumbo al naciente desolado, harto de arena polvorienta, tras los flacos camellos solitarios y los dromedarios ahítos de leyendas, a los que por cierto el ladrón usurero y tiernamente avaro pensaba colocarles  una nueva joroba a cambio de áureas bolsas e influencia pecuniaria como para atormentar la soledad. El ciego mas la sombra cambiante  de su porte pudo llegar así  al esculcado puerto de Basora, la tierra disputada de Simbad, atravesando mil dificultades repentinas, que fue cuando desde aún pequeño de estatura comenzó a ser  corto de la vista, aunque no de ideas colmadas de enriquecimiento prematuro, lucro compartido, avaricia de lejos y disimulo asaz.  Por aquí y por allá vivía en un trajín comercial finamente tejido, defendiéndose sin sospechas en el tamaño raquítico, el lazarillo hambriento y cierta jerga de adulación innata, al extremo que le diera excelentes  resultados en los años posteriores de tal manera que parecía haber pactado  con el gigante de Aladino. Y por si fuera poco, mantenía oculta una lámpara plagiada del sin par Aladino y a fuego eterno la sostuvo cuya luz ofreciese a los dioses paganos de la tribu advenida y hasta a los de otras naciones adversarias, como el caso bochornoso del decadente Zoroastro, mellizo de Zaratustra, lo que sólo él sabía, tal era el sentido de sus halagos, elogios y engañifas a montón.
            En ese mismo trajín del bazar o la tienda portuaria el cegato aprendió cierta frecuencia  de frases impactantes, hechos amatorios y fechas memoriosas, y anduvo siempre con el sagrado Corán bajo el brazo sudoroso, para que le fuese visible a todo trance. Por esta razón simple  como un intrigante relamido o interesado más, con caricias, señuelos que alborotan y hartas zalamerías penetró en difíciles cenáculos de los letrados o eruditos, y a través del esfuerzo y máscaras faciales diseñadas pudo enseñar textos insípidos, contradictorios o prestados con el transcurso de los años dentro de esa personalidad tan sinuosa, artificial, estéril y doble que le labrara un porvenir cualquiera, al extremo que durante muchos cursos lunares su nombre por toda Arabia Feliz, Samarkanda, Kurdistan, sin contar Mesopotamia y el otro mundo conocido, fue sinónimo de acomodo, de desventura y por esa escala de valores marchitos en que no creía, a fuerza de equilibrios supremos se mantuvo como viajando por el aire sobre una alfombra de nudo fino, en concepto de santidad y cultura, adulando a la corte faraónica de turno, al califato de Bagdag o a cualquiera fuere  su protector, y haciéndose hasta de cierta fama pírrica, sin importarle un clavo, bledo y menos un comino los medios utilizados entre aquella gente sencilla y bondadosa.
            Pensó vivir en medio del jardín edénico,  propio de Alá el misericordioso, aunque ya siendo ciego y pasada la buena estrella conductora, donde fue comodín de la picaresca excepcional, descubierto el juego de su vida y escondidos los denarios atesorados, allá, en tierra de cristianos  nazarenos o caldeos, como manso cordero este lobo estepario vivía del cuento y la canción chiflada ya que apoyado en los múltiples brazos de una deidad bramánica del Indostán, luego de traficar con todos los cargos mejores y sustanciosos de aquel tiempo mágico, un buen día para lavar el nombre apolillado decide refugiarse entre los versos antiguos  de carcamales vedas y los modernos de la época crucial, tan mal construidos de su parte que ni con restos de la influencia que aún le quedaba en depósito pudo sostener la cumplida cosecha espiritual, por lo que en los remates cansones de la casa “Sotherby” londinense, bajo influencias o presentes de emires petroleros se ha podido vender alguna carta laudatoria salida de esa pluma menguada, pero menos un poema de esos suyos elaborados sin la inspiración divina del aeda.
            Así anduvo ciego y cojo este bardo ripioso de esos que medran cuando hay oro, cual paria disonante, mal parado, enfermizo, soberbio eso sí, cuyo nombre seguirá siendo cabal de cinismo de altura, y a pesar del tamaño canijo entre los cuenta cuentos islámicos permanece como el clásico tipo de adulante de bandería, con una mentalidad que choca mitad eunuca y además confusa, de donde su imagen a partir de entonces  se incorpora sin prisa entre los cuarenta acompañantes del viejo Alí Babá.
            El otro socio de farras e intrigas maliciosas (aquel austero, éste, encontrado  con los cantos etílicos a como diere lugar) se destacó por lo borracho empedernido, payaso gestual entre quienes de risa le rodearan, bufón del séquito de turno, porque prestó buenos servicios a esta clase jocosa allá en las carpas beduinas yemenitas, siendo prófugo naciente de mezclas bastardas entre arábigo y persa con algo de tartario, lo que le malquista por el acento descompuesto  en ciertos grupos escogidos, pero la verdad es que había  nacido más adelante, con cara aceitunada y en el golfo de Ormuz, cuando un forastero desorientado busca esponjas, elíxires potentes y perfumes orientales de exquisita fragancia, y al tiempo diera  por colocar  cascos metálicos a los burros correlones del desierto, de donde  vino la inaudita  afición del vástago por las potrancas mal paridas y los caballos relinchones.  
            Sin casta alguna por tanto quehacer en el mundo indigesto de Baco surgió de una combinación híbrida, al que tapaba la vestimenta aérea del desierto mugrosa y estrafalaria cubierta de perlas orientales, entre babuchas, caftán, y fez de fiestas alfombradas, y ello en la desorientación de los clanes le hizo mantener de un comienzo alejado de las buenas tribus, visitándose de continuo con el ciego tortuoso, al que le unía una estrecha amistad de colaboración o compadrazgo, para obtener hipotéticos  dividendos honestos y hasta alterar designios sólo entre ellos y repartirse las prebendas públicas  con toda suerte de loas y las eternas distinciones.
            También este dipsómano contumaz aprendió de los números memorizados por  intermedio de la nemotecnia, cosa tan normal en la sociedad trashumante de aquel tiempo, y su lenguaje primitivo a fuerza de oír cánticos religiosos exaltados y de los marineros exóticos del más allá fue incorporando frases inentendibles que luego transformó en versos copiosos, porque el bellaco tiempo atrás dijo ser poeta predestinado del ritmo melodioso y de la mejor inspiración, a pesar del repudio de sus coplas y cantares  que los verdaderos rapsodas hicieron, por utilizar éste lugares comunes y en un verso fácil, cojo y  lleno de incongruencias curdas, al extremo que en la vulgaridad  si no es por la cítara  que pudiera pulsar como una lira neroniana y lo adulante  aprendido de su socio el ciego, pasara como uno más entre los allegados de ocasión.
            Vivió escondido en el derroche alcohólico por la prohibición societaria, sin aspavientos, pero aspirando consumir todo el agua ardiente  para acabar con este mal antiguo por herencia del desconcertado Noé, lo que también le mantuvo distante del honor de otras tribus, aunque el perdón excepcional  del bondadoso Alá se dejara traslucir para apaciguar la intimidad, y ello con el tiempo le hizo acceder al grupo crónico de los enfermos sin retorno, a pesar de que todos estos aconteceres  humanos le tenían sin cuidado ya que la luminosa estrella de su amigo el ciego le permitió mantenerse a flote del desierto, ayuno de un mayor resplandor, y se arrastraba  besando los pies perfumados en plan de humillación, por lo que no hubo ulema, caíd, jeque, par o semejante que dejara de ensalzar, y hasta uno en exceso gordo y maloliente  lleno de desafueros ventosos le colocó en cierta posición de gobierno dentro de la mayor ingratitud  o desmemoria, y menospreciando a su propia familia nada realiza de positivo y hasta reincidió en el delirio fantasmal cuanto escondido del poderoso alcohol y otros estimulantes mentales  en prosa mal habida, el verso decadente, y aquellos  que pretendieron beneficiarse de su presencia en el mando fueron silenciados  al absurdo y extremo porque tanto el borracho como el ciego dándose palos entre ellos  en esencia eran una misma realidad interior, uña y carne entrañables, cortos o largos de visión, engañosos y tan egoístas del repartimiento conjunto a objeto de no permitir que nadie se acercara hasta el panal de ricas mieles que defendieran por mandato de Alá las águilas del desierto arábigo, salvo una pequeña cohorte de paniaguados desprotegidos y débiles marionetas que visitando espejismos sin fronteras por mendrugos de pan y solo ofertas maravillosas hacían lo que hubiere lugar en favor y al turno de la pareja en trance de ser hipnotizada.
            De esta suerte postiza por deducciones cabalísticas de los mismos actores fueron entonces corriendo entre el desierto, andando a través de oasis y cuchufletas, entre caravanas  sin ruta y camellos sedientos, entre ovejas esquilmadas y halcones escapados de la cetrería, finalmente entre el filo de los mandobles y bruñidos alfanjes, y su advenimiento fue tal que en la osadía pertinaz  llegaron a las propias puertas de La Meca para exclamar a cuatro vientos la maravilla de su poesía, la profundidad de su ciencia, la ayuda al menesteroso y la limosna sabatina al necesitado. La abstinencia ejemplar  de sus vidas que incluye la ablación femenina, la entrega a Alá en este mundo errante y los miles de favores  realizados  sin cobrar alcabalas, gabelas, medias anatas, almojarifazgos,  comisiones, excesos o tributos, lo que era una mentira más grande que toda la península arábiga incluyendo el Mar Rojo,   por lo que los barbudos doctores de la ley, los sabios y los expertos de la verdad verdadera estuvieron todos de acuerdo en la falsía de sus exposiciones pueriles, y antes bien condenaron la palabra certera, so pena de otros castigos ejemplares valga decir lapidación o colgar a ambos intrusos por taimados, inescrupulosos y corruptos.
            Pero el tercer ladrón, que diera aún más trajín que la suma de los anteriores, fue tal su estilo y viveza como para llegar a confundir  los oráculos, talismanes, los signos positivos del zodiaco y las premoniciones satánicas. Levantado en la mayor miseria de una familia multípara marginal, era él quien limpiaba el cagajón de las ovejas y traía las pesadas ánforas  de agua para beber, desde aquella fuente de nostalgias que sirvió de lavadero común y abrevaba la sed de cuantos animales lugareños existían.
           
Alí Babá.
Su vida triste rodeada de dinero fugaz empieza en el desorden  común de la anonimia por allá en Hebrón, al otro lado del desierto total, muy cerca de las cabras  y de otros sinsabores comunes. De él también se comenta que en la oscura noche de los engendros subliminares y las concupiscencias con velo facial, sin nombre o apellido, tuvo que ver mucho con el judío parlanchín que vivía a la vuelta de la esquina, de donde el muchacho nació diferente a los demás, con cierta viveza insólita y un estigma social, por lo que en el correr de los años lunares cambió el lugar de nacimiento para acogerse a otras tribus esquivas, renegando de su estirpe precaria, a fin de acallar estas tempestades y otras voces agoreras.
            En lo certero de su andar disperso con premura perdióse del mapa palestino y en la peregrinación a trochemoche guiado por las estrellas equívocas debió pasar hambre, limitaciones estéticas  y necesidades a montón,  en antros, tugurios y tierras relegadas que le templaron el carácter mas no el alma; y para sobrevivir, tiempo adelante en la almoneda de la lonja del mercado cautivo que le servía de fuero contó que anduvo desvariando por las islas eróticas helenas, entre bárbaros y otras tribus caucásicas, disfrazándose de mil maneras corderiles para continuar viviendo aunque fuere a empujones, en un “clío”, “clío” como los polluelos regionales quiso conocer al carcomido por famoso  Herodoto, pero éste por la desfachatez  engreída  del intruso le cerró las puertas de a par en las narices y después con una manía irrefrenable de lo ignoto panglosiano atraviesa el Ponto Euxino, la Dacia, cayó en Tracia, caminó al Peloponeso de  piedras y guijarros, o al menos así se jactaba  en decirlo, aprendiendo las máximas picardías de los armenios especuladores, hasta trató de vender secretos hurtados a la gente del zar Boyardo, y con aquellos fardos y costales plenos de abalorios, cascabeles y otras engañifas anduvo en veleros de ingratitud, entre aqueos y maniqueos en la búsqueda de títulos  y canonjías, saqueó la mansedumbre de los nubios, arrasó con los restos cristianos nilóticos, dormía junto a un perro pastor y a pierna suelta en la necrópolis de Atenas, trató de empeñar y hasta vender  a precios viles un sarcófago real encontrado por suerte en Luxor, se hizo más agareno en la subida a tierras etíopes, bajó y anduvo sorteando cuchillos y colmillos eritreos, trompas de elefantes  ayunas de marfil, y luego de ser tan andariego y con el engaño del bazar de palabras, genuflexiones, besos, te himalayo y afectos que en la trampa mortal prodigara, después de maldecir la extensa y espinosa vuelta al Mar Rojo con dos o tres lacayos incondicionales que mantenía en rayana pobreza, recordando los tiempos idos recaló un buen día, tan largo como el de las murallas de Jericó y lleno de nubarrones cuanto de presagios, por entre los canales del estuario de los ríos madres  de la civilización y el castigo, sentándose así, con barca y ujieres que cargaban el incienso para cubrirlo de olores atractivos en la pacífica y activa Basora, que era como el correr de vidas y negocios de aquella quietud escarlata del Medio Oriente en trance de ser entero.
            Claro está que a poco de andar en los ajetreos de la villa portuaria convulsa y siendo de menor edad en relación a los otros  pillos o pilluelos, mediante manipulaciones ventajosas pero abstractas  entró rápidamente en contacto con el ciego alabancioso y el borracho contumaz, lo que en la vuelta de los meses  y por pertenecer a la misma corporación de comerciantes especuladores, en una y otra forma fueron cerrándose de cierta amistad que aparecía cultivada desde tiempo atrás, y éste, el novel de los tres taimados cófrades, con los cantos de sirena aprendidos en tierras de herejes espartanos confundió la viveza  de los otros al extremo que en poco tiempo el suave déspota hecho un mullah religioso estuvo dispuesto para las grandes aventuras, llamadas por él sin pestañar “los sacrificios”.
            Así en la aberración de los signos mal puestos del zodiaco por sumerios y caldeos en vieja disputa con los persas, el granuja de marras logró seducir  a un viejo decrépito pero tenido entre los siete sabios del poder de los no profanados lugares, y a esta santificada momia viviente  envió con rapidez  para ejercer presión inaudita y por tandas sucesivas, la macabra cohorte de lacayos amaestrados, y luego fue él, personalmente, ahora sin petulancia, y entre medusa, Fedra, hydra, chacal y perra parida, con los cuenta cuentos mandarines que le narrara desde cuando malviviera aprendiendo caprichos  en aquella tierra de los césares de Suetonio, le convenció al extremo que pronto el anciano achacoso  fue cediéndole cuotas de poder sin otro beneficio, y aquel, como el pulpo de las entrañas marinas de Omán, entre dedos y codos fue encercando sus ardides comerciales, tan pegajosos cual la goma arábiga, el incienso del mercado de Yemen y el alcanfor.  
            De este modo travieso aparecieron los nuevos adulantes, aunque el hombre no penetraba bien  en las esferas de los negocios patriarcales, ya que muchos se dieron a la tarea inequívoca de indagar sobre el origen raizal del avispero. Así de simple se supo porqué renegara de la tierra el relamido, de una mujer cornúpeta  y desaguisada que anduviera tras sus pasos viciosos por las correrías de los tiempos iniciales, de cómo era maestro de filigranas en el pedir y en rebajarse para obtener beneficios absurdos, de sus amistades y entornos con tiranos grotescos, y de una esclava blanca, vándala, de ojos redondos verdes, que por excelente cocinera  de chorizos y albóndigas  en tierras peninsulares morunas tomó como mujer escogida al azar, allá en los tremedales del mal recuerdo y la pobreza infantil. Lo cierto de estos claros episodios fue que el insaciable y tenaz palestino hizo tal amistad con el ciego y el borracho juntos, que cada viernes ejemplar después del oratorio en la mezquita que exclama ente cantos, sentencias y voces azoradas, luego se reunían con seguridad para agarrados sobándose  las manos y entre pedazos de cordero, tazas de té enigmático y consumos de narguile casero, contarse una tras otra sus fraternales fechorías.           
            El desalmado estratega comenzó  a armar todo un tinglado de taller grande entre los escombros de cierta casa violada por el abandono, para ante ruidos siniestros y trastos baratos  elaborar unos signos caligráficos  que por inmodestia  y exageración  en poco tiempo dijo ser  de la mejor factoría del mundo musulmán. Las conciencias fueron cayendo luego dentro de los negocios turbios, y a medida que por el mar  se especializaba el signo cursivo y grácil otomano  y los escritos de la conquista cruel, de maestros y artesanos honestos  iba tomando cuerpo de obra limpia, recién acabada, sin otra retribución  que el agradecimiento  interesado porque, según apuntaba en la alabanza engañosa, el publicarla era un favor del todopoderoso Alá y de su reino paradisíaco, y tal desparpajo impropio convenció a muchos, mientras las riquezas de quienes le apoyaban  con erogaciones  dispendiosas  corrían hacia las arcas  de este inconmensurable mercader, que en contra de las leyes divinas festejara con pompa el primer millón  de dinares  insertos en la trampa de los incautos clientes atraídos.
            Compró conciencias, rebajó honores, corta caminos de éxito, compromete el silencio de otros, hizo cuanta maniobra sensiblera considerara útil para procurarse de los trabajos a presentar, y con el retintín permanente  de la exclamación telúrica  y mejor teocrática de que “todo a favor de Alá y de Mahoma, su profeta”, este otro Mohamed  pudo abastecerse de buenas y millonarias partidas o caudales del reino omeya, que le llenaron de bienes y otra dignidad, al tiempo que los acólitos le rociaban incienso o agua perfumada para quitarle ese olor penetrante entre cabra salvaje, oveja sin esquilar, y ajo que de antaño le perseguía a satisfacción. De esta manera insólita el granuja empieza a crearse todo un mito alrededor de su extraña figura, cabizbajo, amnésico, pigmeo, pensador de diente roto, con los escasos hilos de plata  entre las estrechas sienes, esquelético, enamoradizo sin definición, a veces soez,  y que daba unas fiestas rumbosas por extravagantes, estrambóticas, casi palaciegas, todas en la intimidad de la carpa, incluidas las mancebas para buscar lo deseado en cuanto a sus intereses inescrupulosos, aspirando en el compromiso a cuotas comerciales calificadas, por lo que al insistir sentarse  entre los que manejaban  los cuadros políticos del imperio de Alá, con esas garras afiladas difícilmente ocultas creó un grupo de extorsión que le era en la totalidad servil, donde ya acorde con otras  ideas exóticas, advenedizas por excepción, exigía como parte sustanciosa  del botín el quinto real y de preferencia el diezmo convenido, primicia o gracia suprema, y de allí hacia arriba dentro de aquellos muchos millones  de tesoros que la ambición desmedida  y las agallas más grandes que las de cualquier ballena, pudieron embolsillarse en arcas propias, a tal osadía de pretender emular al glorioso turcomano rey Midas, admirado siempre porque todo lo que tocaba se convertía en otro sonante para engrosar cornucopias metálicas, y hasta se cuenta que dentro de los escrúpulos enojosos en gruesos sacos de algodón de lienzo egipcio vino a exportar moneda falsa hacia el principado de Malabar, y de allí mediante artes de magia, malabarismos increíbles, juegos manuales y embelecos defendidos  por caravanas de ventaja, con pasión inocultable atrajo cestos de escasas aleaciones finas y pedrería preciosa, en su mejor tenor y oriente de belleza.
            Rodeado el pillo de un círculo de descastados  que procreara durante tantos años, dio de fiestas y de francachelas en su residencia campal, que en los mejores tiempos  del califa Harum al Rashid se recordaran, obsequiando mujeres y prebendas por doquier, las que de manera gratuita eran puestas en la ofrenda a las diferentes toldas pugnaces, pudiendo navegar sin contratiempo entre las briosas aguas del interés determinado, hasta que al final, por esas sinrazones de la adulación y el compromiso pudo sentarse en algo que le quedara grande, ¡dígame¡, donde cultivan además de granados, higos y pistachos las leyes humanas que manejan el país.
            En aquella mala hora ya había despojado a su legítimo  propietario el mayor colegio musulmán del imperio, acusándole de maricón a lapidar, a desterrarlo después de rasurado el cráneo, para siempre, y hasta decapitarlo si los doctores de la ley coránica así lo manifiestan, expropiándole  el sitio de enseñanza por cualquier suma lastimera y pasando este bello edificio que recuerda al Profeta en las primeras dinastías abasidas a engrosar las arcas torvas y repletas de sus conocidos caudales en la misma época  en que dentro de los talleres de trabajo por planchas medievales gálicas  también había publicado  mas de mil obras de una caligrafía excepcional, lo que con codicia desmedida le condujera a reunir cuentas de maharajá superiores a las que pudo contemplar en la cueva áurea del asustado Alí Babá.
            Para estos tiempos de presagio el mal ladrón que usaba cuellos blancos de cisne se había hecho de un nombre con buena parte de la investigación perteneciente  a sus seguidores y del apropiarse de otras obras benéficas escondidas, y con el mayor cinismo plagiario con desparpajo supino las hizo reproducir como suyas, en las fraguas tristes de su opaca actividad creadora. Con el acervo de épocas lisonjeras de la región también compraba devaluadas por pedazos todas las conciencias sobornables de la región mesopotámica, aspirando aún más a las dignidades altas a conquistar y cuidado si en golpes por la espalda previstos intentó ser califa, bey o visir, a través de la presión utilizada, a veces al máximo, por medio de los lacayos deshonestos o mediante la simple urdida depravación, la complicidad o coautoría manifiesta en sus variadas formas, y la alabanza que extralimita, al extremo de creerse nuevo sátrapa de las ideas geniales, hombre de extensas y sanas narraciones que por canales de terceros publicara dentro de la fina  red comprometida en que se halló, con áulicos o panegiristas  de tales letras e infundios escritos sin razón, viéndolo bien, todo terminado a fin de cuentas en una sórdida mediocridad, que es como lo recuerda la historia fabulada.
            En aquella vulgar existencia mesiánica, instaurada para con antelación fusilar retazos de tiempo aurorales, al granuja le dio por inventar toda suerte de construcciones de escaso valor, con fondos incompletos, a fin de colocar morondangas engañando a pastores incautos, y dentro de sus más extensas o destructoras aventuras  terrestres hizo guarida propia en los jardines heredados de Academus, ahora cubiertos de mirra milagrosa, de los que añora hablar por tradición plebeya, cuando las correrías suyas de la miseria en pos de los astros bienhechores, y bien pronto, con la compra inusual y lo timorato de los otros, por lo ducho, hábil y desconcertante que era se atrincheró tras gente incondicional  para manejar el ocultismo a su antojo, la transmigración y hasta el embalsamamiento de cadáveres, desde ese sitio por demás sonoro mediante los pífanos acordes, a donde con la mayor argucia graciosa para asegurar los votos requeridos  trajera a rebeldes gitanos y hasta se dice que a judíos conversos por la conveniencia del negocio.
            Se especuló entre grupos que el usurero en cuanto trabajaba de día y de noche aumentando los ingresos de su administración delirante, habíase hecho todo un experto en angulosos números arábigos, aunque utilizara todavía el alfabeto cuneiforme para el manejo de las cuentas secretas. Mas sucedió entonces que cualquier mañana ejemplar, entre tanto tráfago y capital consumidos, el ladrón comenzó a sentirse enfermo de cuidado, y fue tal las molestias observadas por aquellos shamanes de su tiempo, que a pesar de los paños calientes, los pediluvios y gargarismos para alejar los malos sinsabores, con prisa y talegos de las monedas requeridas debió trasladarse en parihuela hacia el recto Indostán para ser ensalmado al abrigo de las altas montañas, donde se cuenta que un quimerista o práctico de estas dolencias y misterios del alma le abrió el cuerpo a lo largo, en canal, como a una vaca no sagrada, rompiéndole las costillas para mediante fórmulas alquímicas sacarle lo pútrido malsano, y se ha escrito también que el ladrón usurero, como lo explicase después, soñó que en los ante portones de la muerte y con los entresijos afuera, su imagen de Sardanápalo lucía como la de Nabucodonosor, con orejas de pollino, hecha de oro aunque se desmoronaba por los pies, que eran de arcilla húmeda del Tigris, mientras un concierto de moscas verdes  bullía deleitando en derredor.  
            Luego de superar desgracias a granel regresó a Basora como  un borrego tierno, con el antifaz de la humildad, más demacrado que nunca, entre jade y turquesa de color, pero ya las situaciones  habían hecho su cambio, sin existir el manto de nubes que opacara la realidad, y a pesar de que el ladrón, el borracho y el ciego continuaron visitándose los viernes consabidos  para relucir en claroscuro cuentas inmorales, las generaciones de avance, algunas bajo sacrificio o esquilmadas por ellos, hicieron suyo el popular refrán   ibérico “a otro perro con ese hueso”, aunque perros hubiera pocos  en el lugar; y sobre el fundamento axiomático de sentarse en la puerta  de la sufrida tienda para ver pasar el cadáver del enemigo, ya los cantos  celestiales del Profeta  y los clarines de sus voces sin recogerse se perdían en la inmensidad del gélido desierto huérfano de nubes.
            Algo nuevo, menos explotador, apareció en el escenario del futuro a interrumpir, mientras aquellos tontos silencios infinitos envilecían envejeciendo, con disfraces y máscaras vidriosas venecianas, con caras de trasnocho y sentimientos de yo no fui, sin tribuna ni acólitos, sin páramos ni llamas, por lo que entonces acá, ausentes de magia  e idealismo, como recompensa a tantos delitos y pecados cometidos, en la maldición y pestes desatadas por la hégira radical fueron condenados infaliblemente al desprecio colectivo, al abandono y la indiferencia, a regresar sin cargas hacia los orígenes aldeanos del horizonte y a borrar sus nombres devaluados donde habían sido esculpidos por las propias estrellas.
Sherezade.
            El ciego debió vagar sin lazarillo bizco en la inmensidad del limbo complaciente, oyendo en todo tiempo los cantos atiborrantes de los verdaderos aedas; el borracho bebería sin cansancio dentro de los mismos toneles hediondos en que se fermentaba  los mostos dejados por el seráfico inventor Noé; y al fino ladrón, en la sentencia eterna se le impuso verse cada vez las entrañas puestas en sus manos sangrientas por Prometeo, para escarnio de las generaciones posteriores.

            De este modo sencillo o pedagógico y antes de aparecer en columna los demás penitentes, fueron extraídos de ultratumba, para bien conocerse, tres de los cuarenta cascos que acompañaron sin rescate al encantador serpentario por asombrado Alí Babá. Alguien dijo en la estancia que aburrido de vivir este asombrado gestor, como nosotros, se había fugado con ellos en una noche clara, para no arrepentirse más.