lunes, 9 de julio de 2012

JUAN VICENTE GÓMEZ: PATRIARCA RURAL ESPUELUDO


            Amigos invisibles. La verdad es que cuando uno le coge interés a cierto tema lo escribe con soltura, porque de tanto oír en este caso sobre el personaje y sus fantasmas uno le fue haciendo como un colateral de la familia, y esto lo digo por varias causas puesto que ya es hora para la ciencia histórica de bajar a la realidad aunque sea crítica y guste o no para muchos lectores comprometidos o los simples amantes de la vivencia escrita que aún sostienen dolientes insepultos en cuanto a que si el personaje merece las verdaderas honras del Panteón Nacional, pues ya en este siglo XXI que corre al galope por obra de la tecnología avanzada es bueno que nos dejemos de tapujos en cuanto al estudio de una época o de cierta figura destacada que hasta bien le retrata el Nobel García Márquez, porque sea dicho de una manera veraz que el tachirense general Juan Vicente Gómez Chacón, de quien aquí me refiero, es uno de los cuatro personajes jinetes más valiosos e interesantes de nuestra vida republicana, porque los otros tres fueron Simón Bolívar, José Antonio Páez y Antonio Guzmán Blanco, señalando esto como hombres que llegan a conducir el país en determinado tiempo, con sus más y sus menos desde luego pero sí suficientes como para señalarlos de manera tan precisa. Sin embargo y porque no soy egoísta otros se acercaron a esta categoría y es bueno también señalarlos aquí, con sus virtudes y defectos, porque la perfección no existe en los seres humanos, para que reposen en el recuerdo no de un Panteón tan vilipendiado por los excesos allí habidos, sino que moran en el corazón de cuantos hicieron y aún construyen esta patria: Marcos Pérez Jiménez y Rómulo Betancourt.
            No sé si usted está asombrado de lo que afirmo, pero es hora de romper las barreras de estereotipos y anacrónicos tabúes para incluir el pensamiento vasto a sostener, porque saliendo ya de probetas experimentales es oportuno mencionar que nuestro país desde su fundación ha tenido como rémora enfermiza un militarismo feudal peor entendido, que es causa de gran parte de nuestros males subyacentes, pues así como a los religiosos de profesión no se les permite ejercer cargos públicos fundamentales, por fuerza constitucional, igualito debe hacerse con quienes desempeñan la carrera militar, sin excepción alguna y en forma rigurosa, puesto que aquí aplicamos el adagio de “zapatero a tus zapatos”, en lo que no hay vuelta de hoja y en eso seremos firmes de hoy y en lo adelante, para la salud republicana a objeto de salir de esa asfixia monumental anacrónica que nos acogota con el latente peligro cuartelario. Pues bien, distinguidos amigos, toca hoy estudiar y mejor revolver la vida misteriosa de ese zamarro hombre lleno de gimnasia mental,  cazurro y vivo como él solo con la particularidad que gobernó a Venezuela por 27 años en momentos aciagos y que con su filosofía conservadora campesina aprendida en las primeras letras de su aldea natal tachirense y fronteriza, o sea de La Mulera, tranquiliza el país de manera muy original pero asertiva, hecho que se puede analizar desde dos ángulos opuestos aunque con validez relativa, “e pur si muove”, como expresara Galileo Galilei. Pues bien, para hablar en escritura de este personaje es bueno remontarse al final de nuestra Guerra de Independencia, cuando el país queda en la ruina y obligado a cancelar una elevada deuda para completar lo infausto aparecen por doquier algunos seudocaudillos y aprovechadores de lo ajeno, que por décadas marcan una pesada carga de lucha social a pagar con sangre, sudor y lágrimas, según gráfica expresión de Winston Churchill, en medio de una constante batalla de hambrientos bandoleros con o sin nombre y apellidos que desangran a Venezuela a través de consignas estúpidas caídas al vacío, en medio de un mar de levantamientos guerreros o de guerrillas bandoleras comandadas pos facinerosos cuya máxima expresión fue la llamada Guerra Federal, la que bajo una sin cesar estela de muertos y paludismo asesino condujo al país a la miseria, país todo escindido por cierto en cuatro partes que se desconocían entre sí y con diversos orígenes sociales, en cuyas trancas y desórdenes salvo excepciones discutidas vivimos  hasta el fin del siglo XIX.           
            Bueno es recordar igualmente que luego de dividir a Venezuela en dos repúblicas de ordeño durante la Guerra de Independencia, lo que no prosperó para así poder salvar algunos restos apreciables, aparece una separación oportuna de las siete provincias iniciales, porque la convivencia entre el Oriente territorial con el Centro capitalino, así como los extensos llanos que la cruzan y aquel nudo de montañas alejadas que eran los estados andinos, hacían más difícil por distante la interrelación geográfica y emocional de los habitantes, que apenas se conocían, al extremo que el Oriente y Guayana mimaban su relación con Trinidad, los llanos con la extensa provincia de Caracas, y el Occidente de Venezuela tenía tres polos de atracción de negocios y familia, que eran Curazao para la espaciosa zona coriana, Maracaibo para los estados andinos y hasta Lara, y los mismos estados montañosos occidentales por su singular idiosincrasia y la economía autóctona que ya despunta con el café, mira una buena relación con Colombia no solo porque las familias están unidas a través de lazos profundos de solidaridad o sangre, sino porque era mucho más fácil ir de viaje o comerciar hacia Colombia que a otras partes del país, donde las vías de comunicación no existen y las enfermedades del camino, tal el paludismo, las colerinas y la fiebre amarilla, son de verdadero temer. A partir de 1864 y acabada la desastrosa Guerra Federal, los Andes, manejados por Trujillo bajo la férula machetera del caudillo Juan Bautista Araujo desde la Ciudad Santa del conservatismo que es Jajó, hasta que en marzo de 1892 sus huestes pierden el combate en El Topón del Táchira y el eje político militar entonces cambia de sitio para asentarse definitivamente en esa frontera dinámica y rica por la agricultura que la entorna. En estos momentos cruciales de la vida regional y en la última década novecentista anda dando vueltas y revueltas por dicha frontera colombo venezolana un pichón de sacerdote que no llega a serlo, alborotado y mujeriego pero de recia personalidad, ambicioso “indio que no cabe en el cuerito” como le llama  Ignacio Andrade y osado que no le para a los infortunios, quien viviendo del lado de Colombia convence a su rico compadre y más que amigo, Juan Vicente Gómez, para acabar con la mafia política establecida en Caracas ya desde los tiempos de Guzmán Blanco, y mire que este hombre escéptico y taciturno, prevenido, para hacerle compañía al compadre Castro decide cerrar sus negocios productivos y acompañarle al centro de la república en una revolución corta e increíble mientras deja a buen resguardo el ganado que eleva en la frontera y entierra su fortuna en monedas de oro, para prevenirla de interesados botijeros.
            Así las cosas y una vez que Castro amarra su caballo frente al Capitolio caraqueño, como lo había predicho, comienza una sucesión de hechos anormales por este que llaman “cabito” debido a su baja estatura, entre bebidas y mujeres, mientras desata una grave situación internacional que llega a bombardear los puertos nacionales y se enemista Castro con todo el mundo, al extremo que el banquero Manuel Antonio Matos lo tilda claramente de loco y que por ello va a dar mucho quehacer en la historia de Venezuela. Entretanto el general Gómez, que ha ganado este título militar no como muchos burócratas en comidillas de palacio sino en los campos de batalla, se mantiene calmo, muy callado porque fue siempre hombre de poco hablar y de mucho hacer, a la espera de otras circunstancias que el destino depare y sin caer en trampas que el propio Castro le tiende para demostrar su confiabilidad, o que emanen de fuerzas enemigas con lo que quieren enlodar su reputación. Entre tanto el general Gómez a la chita callando se prepara de una manera juiciosa para el ejercicio del poder primero asegurando la presa castrista en calidad de segundo en el mando de a bordo, por lo que le toca luchar de veras bajo el mando de tropas en esa casi década cuando gobierna de manera desaforada el compadre Cipriano, a quien le presta dinero en aprietos económicos y mantiene buenas relaciones con el clan valenciano de aduladores de Castro timoneados por Ramón Tello Mendoza y Torres Cárdenas, quienes por ello obtienen cuotas de poder. Entre tanto el país continúa enguerrillado con esa nueva gente andina que por antonomasia llaman chácharos, buenos y sanos pero iletrados y duros de roer, que son como un sostén del régimen decadente y mientras las fuerzas militares agrupadas bajo distintos caudillos decimonónicos llenos de intereses personales le declaran una cruenta revolución al chácharo mayor Castro, sostenida por numerosos generales que vienen rondando el poder desde los tiempos de la Federación, que en combo se atrincheran finalmente en La Victoria para dar la batalla final, ganada por Castro con mucha dificultad y gracias a la intervención precisa de Gómez, como del doctor y general trujillano Leopoldo Baptista en la toma sigilosa del cerro Copey. De allí en adelante la estrella militar del general Gómez obtenida con valentía en los campos de batalla y después de los 40 años de edad, brilla con luz propia, lo que pone en guardia a otro guapo militar que era el cabito Castro.
            Entre conjuras, aclamaciones y disgustos internos e internacionales se mantiene la era castrista, por pleitos con los banqueros, las casas extranjeras de negocios y mucha gente acomodada, mientras Gómez va cimentando su prestigio palpable en diversos combates y batallas con que pacifica el país por la primera vez y piensa en el ejército que de verdad no tiene Venezuela sino montoneras, mientras el compadre Castro pervive disoluto entre juergas de damas al paso y alcohol sin continencia. Allí sucede el traslado del Presidente a La Victoria por un tiempo dado que en una farsa teatral renuncia, situación de viveza que Gómez con rapidez desenmascara y así como buen político que ya lo es logra convencer a su compadre de la confianza y seguridad que se tienen entre sí. Pero sucedió que con la vida desordenada en que continúa Castro pronto se le presentan complicaciones del sistema uretral y renal que le llevan a una intervención quirúrgica en Macuto, de donde con prontitud y porque no sana el tachirense debe viajar a Europa para su sanación, dejando encargado de la Presidencia al astuto general Gómez, tiempo en que éste se da cuenta del doble juego que tiene dicho compadre para con él, y como se dice ante la situación que descubre Gómez con la frase en clave que “la culebra se mata por la cabeza”, antes de ser despedido por la puerta de atrás decide dar un golpe de estado frío contra el cabito que anda por tierras germanas, mientras lo ayudan unos barcos de guerra americanos aposentados en la costa cercana de Caracas. Así feneció la triste leyenda del guapetón Cipriano Castro, aunque siempre Gómez le tuvo recelo y desconfianza en el destierro bien vigilado por los espías gomecistas, hasta que de 68 años fallece en Santurce de Puerto Rico, en 1924.
            Una vez que el general Gómez se adueña del poder, el país entrará en una calma chicha que sus adversarios representaron con el lema oficial “Unión, Paz y Trabajo”, agregándole la coletilla de Unión en las cárceles, paz en los cementerios y trabajo en las carreteras, porque fue una verdad sesgada en aquel período ejercido con mano dura pero usando guantes de cabritilla, donde se permitían ciertas libertades, aunque no los excesos. Es bueno recordar que para 1910, o sea recién entrado Gómez al ejercicio del poder, nuestro país prácticamente vivía en la edad media de los pensares, con excepciones desde luego, y que las cárceles existentes contra los bandoleros de distinto peso fueron heredadas de mucho tiempo atrás [vale decir, el palacio presidencial en Caracas era la antigua cárcel colonial], en un país en bancarrota, pagando deudas atrasadas y con poca liquidez, en lo que prácticamente había que comenzar de cero. Pero Gómez con el guáramo que tenía así lo hizo, y sin mucho hablar salvo con el hipopótamo del zoológico de Maracay, a quien visitaba con cariño, y además con su confidente hasta cierto punto de Antonio Pimentel, que le fue leal por siempre, como el fiel indio colombiano Eloy Tarazona, que cuidaba sus espaldas por si acaso, y una legión de andinos que coloca en ciertos puestos de la Administración como ejes de su mandato, valga decir los jefes civiles pueblerinos y los telegrafistas nacionales que al cazurro general lo mantenían permanentemente informado de los sucesos sobrevenidos en todo el país, con ellos y mediante el ejército incipiente que organiza para acabar con aquello que el vulgo llamaba “chopo e’ piedra”, mas con mucha gente advenediza y de otros adulantes de ocasión emprende la meritoria labor de unir el país, por lo que renovando ideas piensa ya construir carreteras y otras instalaciones necesarias, mientras juega con la política interior al enmochilar en un mismo cesto a los antiguos generales de provincia que aún pululaban a la espera de algún cargo remunerador, o sea vistos en un raquítico Consejo de Estado que nada aconseja pero que los ata al sistema de esta manera conveniente, lo que el pueblo en despectivo signo llama “El Potrero”, de dinosaurios agrego yo, y escoge para continuar en la función teatral a gente de absoluta confianza pero prestados a la  farsa c omo  José  Gil  Fortoul, Victorino Márquez Bustillos y Juan Bautista Pérez, quienes fungen de Presidentes nominales, porque el poder Gómez lo maneja en absoluto desde sus estancias en Maracay, ciudad que prácticamente se convierte en un gran cuartel y donde los interesados van a rendirle pleitesía casi de una manera degradante.
            Con la fama de ser un militar de espuelas, poseedor de tabaco en la vejiga, que gana distinciones en los campos de batalla, para citar algunas la inicial campaña de 1899 que lo lleva de la frontera colombiana hasta Caracas, con acciones memorables habidas en el Táchira, en Tovar y la muy recordada de Tocuyito, o la defensa que hace de su compadre Castro cuando anda todo sitiado como jodido en La Victoria, o las campañas que realiza con el prestigio militar que ya posee en Lara, Falcón, el centro del país, el llano, La Puerta, la conocida batalla de El Guapo y la de Carúpano, donde le hieren algún nervio en una nalga con que queda ligeramente cojo, y la final del triunfo para obtener la paz que realiza en Guayana, cuando derrota a los jefes orientales y se entrega para llamarlo así el famoso Nicolás Rolando, con ese prestigio de su sable, repito, nadie le va a chistar durante muchos años y mejor hasta su muerte, porque salvo ligeros escarceos de bandolerismo o algo parecido en los llanos con Maisanta, el tuerto Vargas y el escapista Arévalo Cedeño, las vagas intentonas de  Delgado Chalbaud, Gabaldón, el cuartel San Carlos, los tranviarios, estudiantes del 28 y otras menores, la paz octaviana se sostenía sobre las bayonetas gomecistas. En el entretiempo del paso de los años Gómez, que según expuse fue siempre un hombre aventajado de negocios como buen rayano y cuyo amor principalmente eran las vacas, comienza a cimentar una inmensa fortuna en bienes raíces, iniciándose en ello con el dinero que ha traído de sus actividades mercantiles ejercidas en la frontera con Colombia, donde vivía expatriado, capital que mediante el sano entender multiplica en lo aplicado desde 1900 y por 35 años de ajetreo negocial, donde va adquiriendo por registro innumerables haciendas en los llanos y el centro del país, como los diversos inmuebles de vivienda que posee casi en este mismo territorio en que desempeña esa lucrativa actividad privada a través de caporales y testaferros de aprecio bien pagados, suma de habilidades que a su muerte le hace el hombres más rico del país, con el detalle que todos esos bienes siempre permanecieron en Venezuela y nada en lo exterior, por lo que a su fallecimiento, al gobierno en turno le fue muy fácil incautarlos sin compensación alguna aduciendo que eran bienes mal habidos, lo que salvo excepciones de viveza comercial y otros detalles que se pueden pensar no se ajustaron a la verdad verdadera, parodiando a Juan Ruiz de Alarcón.
            Gómez fue muy amigo de festejar las fechas importantes para que quedaran como ejemplos palpables de su obra, por lo que en 1910 recordó como se debe el centenario de la Independencia, cuando forma el inicial ejército de Venezuela, y en 1921 para recordar lo acaecido libertario en Carabobo acomete una inmensa parada militar en tal campo de guerra, donde exhibe por vez primera una tropa unida y con nuevo material bélico, como la famosa creación de la Aviación Militar, que desde el primer momento pone interés en ello, y para rememorar el centenario de la muerte del libertador Bolívar se empeña en hacer un saneamiento total de la dura deuda que el país arrastraba desde tiempos de la Independencia, a lo que se agregó otras adquisiciones militares para sostener tantos conflictos intestinos que el país padeciera en el siglo XIX. Con esa moneda fuerte que se crea y el impulso del petróleo que con ojo de visionario palpa hacia el futuro, Venezuela fue hasta 1983 ejemplo de sanidad económica y referencia bancaria a nivel mundial. Otro ejemplo de Gómez dentro de aquel país aún lleno de problemas fue iniciar una ligera transformación inicial en materia de desarrollo, por lo que pone atención en el café y el cacao como frutos a exportar, y en lo interior crea algunas fábricas lácteas, papeleras, aceiteras, calzado, textiles, de jabón y de otros productos que apoya, como el cemento, los centrales azucareros, y demás rubros que ya miran por buen camino el tránsito industrial  y bancario del país.
            Venezuela para Gómez era como una gran hacienda bajo su poder y en ese espejo de aquel tiempo pasado es que se debe fijar la atención de su vigencia histórica, porque hacer otras comparaciones fuera de contexto es caer en el desenfreno parcializado o la equivocación, ya que no se le pueden pedir peras al olmo. Gómez constituye un  numeroso clan familiar y de pocos amigos que así lo sostendrán hasta la muerte, aunque sus decisiones fueran inapelables, pero es bueno recordar que sabía oír para ejercer un mejor gobierno sin ir en contra de la realidad. Tuvo muchos hijos y diversas mujeres contados en papel para no equivocarse, y a quien le fue fiel le respondió siempre con la misma carta, aunque desdeñaba la adulancia. Su filosofía de la vida le llevó a ser sensato y así pudo morir tranquilo en la cama porque no se conoció alguien que de firmeza atentara contra él, y los pocos que lo hicieron contra su gobierno luego quedaron desautorizados por la Historia, al extremo que yace enterrado con todo respeto en su panteón familiar, donde el tiempo le guarda la memoria objetiva que se merece. Conozco muchísimas anécdotas de este hombre que se formó por sí mismo con el trabajo y sin necesidad de muletas, que ahora no son del caso mencionar y porque bastante han sido publicadas, lo que le da un calor especial al tránsito de su vida en recuerdo. Claro está que algunos, la minoría, no estuvieron con él, por causas subjetivas que tampoco señalaremos y que fueron expuestas en su oportunidad, con o sin aditamentos picantes o salidos de un plano crítico real, y que algunos de esos descendientes o usufructuarios puedan pensar desde otro aspecto sobre la vida privada y pública de este tachirense que forma parte de la Historia nacional. A esos criterios dispersos los respeto, pues desde joven los he oído rondar en conciliábulos del tema, o en trabajos más serios pero apasionados y otros que no vale tomar en cuenta, porque se contradicen o guardan algún rencor específico de aquellos años del foxtrot y de los danzones caraqueños. Todo ello se guarda en un cofre cuajado de virtudes o de errores, porque somos humanos, pero que en suma representan por sí a uno de los grandes personajes públicos y privados que ha tenido el país, sin claudicar ni siquiera en sus fronteras, porque no fue traidor a sus principios de hombre digno y porque trajo la paz incipiente y luego el desarrollo a lo largo de su función en el sorpresivo siglo XX. El adagio proclama que al valioso se le ataca. Y como esto termina vamos con el “ite missa est”.

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